En compañía de una oreja era el minotauro retozón, un felino regurgitando, alguien que escupía diamantes, al estilo martiano, y les permitía restaurar la capa de ozono.
Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos.
Los tres niños retozones eran capaces de construir una narrativa interior mitigadora de las insuficiencias del entorno en el que estaban, por toda la potencia de su imaginación fantástica.
Cuando era una pollita retozona, lo miraba con indiferencia porque estaba más allá del mundo cotidiano; más allá de aquel gallinero donde había, por lo menos, cien gallinas.